«El único deber que tenemos con la historia es reescribirla».
Oscar Wilde: The critic as artist.
En mayo de 2015 hicimos una visita de cinco días a Berlín. Eva y Víctor ya lo conocían, así que nos propusieron hacer una escapada familiar.
De aquella increíble ciudad enclavada en el centro de la historia del siglo XX, guardo un recuerdo especial de la visita al campo de concentración de Sachsenhausen. Está situado a unos cuarenta minutos en transporte público de Berlín, con lo que es una cita obligada.
Su construcción data de 1936 y fue ideado para el confinamiento y posterior exterminio de gitanos, homosexuales, intelectuales, comunistas, socialistas, anarquistas y judíos en distintas etapas de su historia. Se estima que de los 200.000 prisioneros, unos 30.000 fueron asesinados. En 1945, meses después de finalizar la II Guerra Mundial y durante la ocupación soviética Sachsenhausen fue transformado en una prisión para antiguos militares y funcionarios nazis. Finalmente fue desmantelado en 1950.
La entrada al recinto la preside la inscripción Arbeit macht frei (el trabajo libera o el trabajo os hace libres). Esta frase utilizada tan frecuentemente, revelaba cómo el prisionero se convertiría en mano de obra esclava para el propio régimen, en máquina de guerra contra sí mismo.
Todo el perímetro interno del campo de concentración Sachsenhausen está rodeado de alambre que inicialmente estaba electrificado. Siguiendo el camino que lo bordea, llegamos a los primeros barracones, pues la mayoría de ellos fueron demolidos, quedando solo marcadas las áreas que ocuparon.
El primer edificio que encontramos es el Barracón 38, que se ha conservado como museo donde podemos observar las condiciones a las que eran sometidos los prisioneros. El ambiente que se respira es lúgubre, oscuro y asfixiante. Se conservan las literas donde se apilaba a la gente.
Las escobas y los materiales para limpiar los barracones se guardaban aquí y este espacio servía a la vez como lugar de tortura. Los guardias de las SS podían encerrar a un prisionero aquí, diciéndole que no se moviera ni un centímetro ni que tocase las paredes o recluir a varios a la vez hasta que finalmente se asfixiaban.
Además de los citados barracones reconstruidos, en el campo de concentración Sachsenhausen se puede visitar la enfermería. Aquí estaba el principal campo de experimentación del programa nazi de la llamada higiene racial. La sección de patología y el depósito de cadáveres son parte de esta exposición montada sobre el barracón original de la enfermería y con cientos de documentos. Visitamos también el quirófano donde se solía extraer órganos en vivo y donde se hace patente de una forma más desgarradora la deshumanización a la que puede llegar el ser humano.
Cerca de la enfermería y del depósito de cadáveres se encuentra el pabellón de fusilamiento.
El 2 de mayo de 1945 las tropas soviéticas liberaron el campo de concentración Sachsenhausen y pasó a ser una prisión soviética para antiguos colaboradores, funcionarios nazis y ex militares. En memoria de esta liberación se erige en 1961 un obelisco con triángulos que representan las distintas nacionalidades de los prisionero que fueron torturados y a sus pie, una representación de soldados soviéticos liberando a un prisionero.
Como conclusión final, decir que me parece una visita imprescindible que debe hacerse con el más profundo respeto. Afortunadamente, Alemania comprendió que solo conservando la memoria es posible evitar los errores cometidos, que el fascismo se combate mirando de frente a la historia.
Creo que es importante que todas las generaciones sean conscientes de que el ser humano tiene los mismos derechos independientemente de su origen, clase, ideología o preferencias. En 1948, Asamblea General de las Naciones Unidas ratifica la declaración de Derechos Humanos. Es una norma básica que no debemos olvidar ahora que parecen resurgir en los mismos lugares un odio muy similar al que llevó al ser humano a este desastre.